Aquel día, Antón zurcaba por un eterno mar de confidencias, cuando la voz del canto de Daisy alcanzó a tocar su sombra. Aquel canto desesperanzado, que convertido en un profundo lamento, Antón escuchó una y otra vez con los ojos, y su mirada perdida no podía apartarse de los trazos de la musa.
Durante tres otoños navegó Antón a la deriva, por un océano de reglas no escritas, deseando terminar el viaje que sus letras habían emprendido tiempo atrás. Pero su caña de pescar tenía un hilo invisible, irrompible y quizá más fuerte que nunca, como si de un beso perfecto se tratara. Aquel mar de tinta, oscuro y silencioso, que parecía insondeable, de repente se iluminó con el fulgor de una estrella del norte, apacible, expectante y pendiente de su suerte.
Antón no pudo más que rendirse ante Daisy, la muchacha de la ventana, cuyos besos y piel anhelaba más que nunca, cuya historia había atestiguado desde las carreteras, a través de un tigre y una flor.
Ahora, tras los puntos suspensivos que enmarcaban una larga ausencia, Antón guardaba una pequeña esperanza, tal vez el mar no era tan profundo como parecía; tal vez la historia de los amantes anónimos, cuyos besos calaron hondo, no era una historia perdida en el tiempo. Tal vez, y sólo tal vez, Antón y Daisy encuentren su puerto, construido de añoranza, de dolor, de silencio y de un amor muy profundo y eterno.
Aquel día, Antón no deseaba otra cosa que construir un faro para iluminar la noche de Daisy.
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